Esto que estaba haciendo era, cuanto menos, reprobable, escandaloso y peligroso si le veía quien no debía. Se lo repetía constantemente mientras, escondido en su despacho, seguía “trabajando” para conseguir su codiciada muestra.
– No, no, no, no, esto no puede ser, si me ven… – Pensaba. Y el trabajo realizado hasta el momento se venía abajo. Paraba, respiraba hondo y comenzaba de nuevo.
– No te preocupes – se decía a sí mismo – es algo natural y, además, ¡es por la ciencia!
Pero de poco le servía tal justificación, porque cuando se distraía con estos pensamientos o al escuchar algún ruido de la casa, no servía de nada lo realizado hasta el momento. Tenía que ponerse de nuevo manos a la obra.
Una gota de sudor frío caía por su frente mientras miraba de reojo, con tensión contenida, la puerta de su despacho.
– Si entrase alguien ahora no podría explicar… ¡No pienses ahora y termina ya!
Otra gota de sudor asomaba, llevaba cinco minutos intentándolo y era realmente agotador, física y psicológicamente. Un pequeño escalofría comenzó a escalar por su espalda encorvada por el esfuerzo.
– ¡El bote! ¡Dónde está el bote! – Su mano izquierda navegaba idiotizada y torpe por la mesa del despacho buscando el bote de muestras que había preparado- ¡Aquí! ¡Ya! ¡Sííííííí!
– Shhhhhhhh – Se obligaba a acallar su satisfacción por un trabajo bien hecho pero, sobre todo, por haber terminado indemne y sin llamar la atención.
Anton ya tenía su muestra de esperma ¿Y ahora? Antes de continuar con esta ficción tenemos que ponernos en la situación histórica de la que estoy escribiendo. Porque no, Anton no es un adolescente medio escondido en el despacho de su padre y aprovechando la fibra de su ordenador. Anton es un comerciante de telas que está a punto de hacer un gran descubrimiento. Otro de muchos en realidad.
Imagina
Holanda, finales del siglo XVII. Estamos en un momento de la historia en el que la ciencia acaba de nacer como profesión, pero en el que la moralidad y, sobre todo la religión, imponen su verdad sobre el mundo, el sexo y la reproducción. La curiosidad del ser humano para entender de dónde venían realmente los niños alcanzaba teorías tales como que el vapor emitido por la eyaculación masculina, de alguna manera, estimulaba a las mujeres a hacer bebés. Mientras que otros pensaban que eran los hombres los que en realidad fabricaban los bebés (seres humanos completamente formados, pero muy pequeños) y los transferían a las mujeres para su incubación. Nadie había visto un espermatozoide todavía. En realidad sí, millones de ellos, pero no sabían que existían.
Estamos en plena revolución científica, el microscopio era el juguete tecnológico de moda entre la alta sociedad, maravillada por los objetos ampliados que Robert Hooke dibujó en su libro Micrographia. En esa época, nuestro protagonista Anton, Anton van Leeuwenhoek, comenzó a observar las telas con las que comerciaba y descubrió su verdadera afición.
¡Poder ver cosas tan pequeñas con esos aparatos era maravilloso! Así que se dedicó a perfeccionarlos, fabricando y puliendo lentes. Tanto los perfeccionó que consiguió hacer lentes de hasta 300 aumentos. Los microscopios que usaba Hooke eran de varias lentes, como los actuales, pero muy primitivos todavía. Los que fabricaba Anton conseguían aumentar 300 veces el tamaño de las cosas con una sola lente y, esta innovación sumada a su enorme curiosidad, le llevó a descubrir un mundo inimaginable entonces.
El descubrimiento
Un día de 1676, intrigado por el picor de la pimienta, quiso descubrir el secreto de esa especia que los navegantes traían de Oriente. La preparó en infusión con agua de lluvia, la dejó reposar unos días y, para su sorpresa, a través de su microscópio vio «miles de criaturas vivientes» moviéndose frenéticamente. Anton llamó “aminálculos” o “animalículos” a esos seres, que hoy conocemos como protozoos.
Nuestro protagonista se pasaba las noches asomado a ese invento que le abría una ventana a un mundo nunca visto. Miraba al microscopio cualquier cosa que llamaba su atención. Recogió un trozo de pan podrido y observó los hongos del moho; se fijó en el sarro de un viejo que nunca se había lavado los dientes, y vio bacterias; pensó en su sangre y descubrió los glóbulos rojos; un día se le ocurrió examinar su propio semen… y fue el primer hombre en ver a un espermatozoide meneando la cola. Como hemos visto antes, las creencias sobre los embarazos y las teorías que explicaban de dónde venían los bebes eran tan increíbles como dispares. Leeuwenhoek dio el primer paso para derribar la teoría de la generación espontánea, pero tuvieron que pasar más de cien años hasta que se fabricaron microscopios superiores a los suyos y otros científicos pudieron continuar su labor.
Anton no tenía formación científica, así que enviaba sus resultados por carta a las mayores eminencias científicas de la época, reunidas en la Royal Society de Londres. Aunque Leeuwenhoek no sabía ni latín (entonces la lengua de los científicos), ni inglés, esa correspondencia en holandés vulgar duró hasta su muerte. Fue muy pronto cuando descubrió los protozoos, hecho por el que fue admitido en este selecto club de Newton, Hooke y compañía.
Cuando observó su propio semen al microscópio y descubrió esos extraños “animalículos” moviendo la cola como locos, decidió enviar sus resultados, como tantos otros, a la Royal Society de Londres, pero le preocupaba que escribir sobre el semen y el coito pudiera ser indecente. Aun así, dio un paso clave para la ciencia y valiente para su época:
«Si su señoría cree que estas observaciones pueden molestar o escandalizar a los eruditos, le ruego encarecidamente a su señoría que las considere privadas y que las publique o las destruya como su señoría lo considere oportuno», escribió desde Holanda.
En dicha carta, fechada en noviembre de 1677 y dirigida a Lord Brounker, secretario de la Royal Society, Anton explicó que había visto una multitud de «animales pequeños» en su muestra de semen.
Brounker, quien estaba a la cabeza de una de las primeras organizaciones en practicar ciencia experimental, estuvo muy lejos de escandalizarse. Consciente de que tenía ante sí el nacimiento de un nuevo campo de estudio de la biología, alentó al holandés a llevar a cabo sus estudios en cuadrúpedos. En marzo de 1678, Leeuwenhoek le informó de que «había notado una cantidad de ‘animales’ en el semen de perros y conejos, y que esperaba encontrarlos en todos los animales machos«. Con el tiempo describió los espermatozoides de moluscos, peces, anfibios, aves y mamíferos, llegando a la novedosa conclusión de que la fertilización ocurría cuando los espermatozoides penetraban en el óvulo.
Anton van Leeuwenhoek, un comerciante de telas holandés sin formación científica, pero con habilidad, diligencia, una curiosidad infinita y una mente abierta, libre del dogma científico de sus días, consiguió hacer con éxito algunos de los descubrimientos más importantes en la historia de la biología.
Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVmicrobios.
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