[Fragmento de una carta encontrada en las ruinas de la antigua biblioteca de Alejandría (Egipto)]

¡Mmmmmmmmmmmm! Ese aroma que empezaba a impregnar el ambiente era inconfundible y solo podía significar una cosa: papá ya estaba cerca.

Los olores empalagosos de la mirra y el olíbano recordaban a Chenzira mil y una aventuras vividas con su padre en sus viajes comerciales.

Aswad, el padre de Chenzira, se dedicaba desde muy joven a comerciar con diferentes especias que traía navegando desde el sur de Arabia y que, en ocasiones, venían desde lejanos territorios indios hasta el puerto de Adulis, en Eritrea. Este era su punto de entrada preferido en el continente africano. Allí recogía a Chenzira y se iban en caravana con otros comerciantes hasta Swenet o hasta Alejandría, dependiendo de las especies que hubiese conseguido traer y de los compradores más poderosos del momento.

Chenzira estaba deseando ver a su padre de nuevo ¡Hacía más de tres meses que no le veía! Lo primero que haría sería darle un enorme abrazo que le pareciese suficiente para el tiempo perdido. Lo segundo, por supuesto, buscar entre sus fardos los regalos que siempre le traía de sus viajes. Y lo tercero, como cada vez que se reencontraban, sería pedirle que le contase la historia de su nacimiento, gracias a la cual, conseguía no olvidar a su difunta madre.

Aswad llevaba muchos años realizando estas mismas rutas, “La Ruta de las Especias o del Incienso” la llamaban. En uno de sus viajes, con 16 años, se enamoró perdidamente de Tueris. Era una joven de piel acaramelada por el sol, con el pelo negro como el azabache y los ojos del color de la rica miel. Cada vez que coincidían se perdía en su mirada hipnotizante y le costaba volver a la realidad de su trabajo. Tardaron poco en casarse en uno de sus viajes y en tener a Chenzira (que significa “nacido en un viaje”). Pero Tueris no fue capaz de sobreponerse al parto en el desierto y falleció pocas semanas después. Una tragedia paradójica teniendo en cuenta que “Tueris” es el nombre de la diosa hipopótamo, protectora de las mujeres embarazadas.

Chenzira estaba muy contento, ya que este viaje les llevaría hasta Alejandría. Era la primera vez que iría y tenía muchas ganas. Había escuchado tantas historias de otros mercaderes y sus hijos sobre esa maravillosa ciudad que no podía esperar a llegar. Sabía que era una ciudad joven pero muy importante, que había sido fundada por el gran Alejandro Magno hacía poco más de 200 años y que todavía se podían encontrar en el puerto los restos de Rakotis, el poblado pesquero sobre el que fue construida.

Si querían llegar al mercado de solsticio de verano, tenían que partir ya. Cada año, dependiendo de las especias que había conseguido traer y de que los mejores compradores estuviesen en un sitio u otro, variaban su destino. Los últimos años, desde que Chenzira puede recordar, habían acudido al mercado de solsticio de verano de Swenet (Siena o Asuán, dependiendo de la época) ¡pero este año irían a Alejandría!

Swenet era la frontera sur de Egipto, siempre lo había sido, debido a que la ciudad está inmediatamente debajo de la primera catarata y la navegación desde aquí al delta del Nilo era posible desde esta posición sin encontrar ninguna barrera. Las canteras de piedra del Antiguo Egipto se localizaban allí y, sobre todo, la roca granítica llamada sienita. Estas piedras eran usadas para crear estatuas colosales, obeliscos y los lugares santos que podía encontrar en todas partes de Egipto, incluyendo las pirámides. Chenzira recordaba esta ciudad como un auténtico horno, era casi imposible encontrar una sombra natural cuando iban al mercado. Parece ser que en esta época, el solsticio de verano, el Sol se encuentra directamente sobre la vertical de la ciudad y los edificios no hacen sombra alguna.

Como desde Eritrea hacia el interior del Mar Rojo ya no generaban peligro los piratas más famosos de la zona, irían en barco hasta la altura de Swenet. Allí desembarcarían y, dependiendo de la disponibilidad de barcos o camellos, navegarían Nilo arriba hasta su desembocadura y hasta Alejandría o irían por los polvorientos caminos cerca de la orilla hasta su destino.

Aunque lo importante del viaje es el camino en sí y no el destino al que llegas, Chenzira prácticamente no me contó nada del trayecto, estaba ansioso por describirme Alejandría. Yo sabía que también se moría de ganas de hablarme de Kamilah, su nuevo amor, al que conoció en el mercado de solsticio de verano. Encendí una pequeña hoguera y puse agua a calentar para acompañar las vivencias de Chenzira con el envolvente aroma del té (también eché un poco de incienso a las brasas, que el chaval acababa de llegar de un largo viaje…).

Chenzira me habló de una gran plaza, una calle mayor de treinta metros de anchura y varios kilómetros de largo que atravesaba la ciudad, con calles paralelas y perpendiculares, cruzándose siempre en ángulo recto.

– ¡Las calles tenían conducciones de agua por cañerías! ¿Te lo puedes creer? ¡Agua por la calle!

El puerto que me describió eran dos puertos en realidad. Uno a cada lado del dique que habían construido para unir el continente a la isla de Faros. ¡Y la biblioteca! Un enorme edificio lleno de sabiduría y de eruditos que debatían sobre diferentes temas. Pero lo mejor de la biblioteca, decía, eran sus altos muros y las sombras que proyectaban. Sombras en las que Chenzira y Kamilah se sentaban para descansar al fresco y, cuando no había gente cerca, amarse un poco.

Chanzira continuó hablándome y describiéndome a su amada con todo lujo de detalles, creo. Porque mi mente me había separado de la conversación. Algo, de todo lo que me estaba contando, me había llamado la atención. Pero no sabía qué era. De todos los datos que me había dado, había algo que no concordaba, que de manera inconsciente no me dejaba tranquilo.

Esperé a que hiciera una pausa en su animada descripción para interrogarle, a ver si encontraba qué era lo que no me dejaba tranquilo.

– ¡Qué maravillosa experiencia querido amigo! Hay algo de todo lo que me has contado que me llama mucho la atención, pero no sé qué es.

Di un último sorbo a mi té y me puse a preparar más, esta vez con un poco más de azúcar. Aproveché el momento de escanciarlo para seguir pensando sobre el tema, esperando también que Chenzira tomase la palabra y dijese algo que me sacase de esta duda.

Pero no lo hizo. El sonido del té cayendo en el vaso, el crepitar de las ascuas, los aromas mezclados del té, el incienso y el carbón envuelven de tal manera el ambiente que hacen de esta preparación un momento casi hipnótico. Y ninguno de los dos lo quería romper.

Después de dar un sorbo al nuevo té, con las ideas un poco más claras, di rienda suelta de nuevo a la conversación.

– Corrígeme si me equivoco. Has dicho que en esta época, las especies que trae tu padre, las vendéis en los mercados de solsticio de verano ¿verdad?

– Así es.

– Y que, dependiendo de muchos factores, eligen la ciudad donde irán cada año.

– Básicamente dependiendo de dónde estén los compradores más poderosos y de la mercancía que llevemos.

– Y, justo este año, es el primero que has ido a Alejandría…

– ¡Síííííííííí! ¡Qué maravilla de ciudad! El puerto, las enormes calles, la rectitud, los muros, las sombras donde recostarse con Kamilah…

– ¡Ahí quería yo llegar!

– … ¿Kamilah?

– ¡Sombras!

– Y menos mal, porque si no, es imposible…

– ¿No te das cuenta?

– Creo que no te sigo compañero.

– Me has hablado de las sombras que encontrabas en Alejandría…

– ¡Sííííííí! ¡Qué ciudad! La brisa del Mediterráneo… ¡Cómo acariciaba la negra melena de Kamilah cuando…

– Espera. Pero también me has contado que, en otros viajes, cuando el destino era Swenet, si no tenías una tela para construirla, no había sombra natural donde protegerse del sol.

– Sí, imposible. Ahí, en el interior, sin brisa y sin sombras…

– ¿No lo ves?

– ¿El qué?

– ¡La diferencia!

– ¡Que si la veo dices! ¡La he vivido! ¡Prefiero Alejandría mil veces! Esas calles llenas de gente, las mujeres. ¡Ay, las mujeres de Alejandr…

– No. Me refiero a las sombras. Ambos mercados se celebran en las mismas fechas ¿verdad? En el solsticio de verano. ¡Sin embargo, en una ciudad el sol proyecta sombras y en otra no!

– Sí, menuda diferencia… Aunque la brisa también ayudaba.

– ¿Y no te parece extraño? ¿No te llama la atención?

– ¿…?

– ¡El hecho de que, en el mismo momento, en dos lugares separados uno de otro por unos veinte días de distancia, el sol se comporte de diferente manera!

La cara con la que me miraba Chenzira y la forma tan exagerada de subir ambos hombros mientras daba otro sorbo de té me confirmó lo que pensaba.

No le importaba absolutamente nada. Se había dado cuenta, lo había vivido, pero no le había llamado la atención en absoluto.

Así fue como pasó, así me di cuenta de esta diferencia. Pero sabes como soy. Tenía que comprobarlo. Así que, los dos años siguientes viajé para estar en el solsticio de verano en ambas ciudades y poder vivirlo.

¡Y es verdad querido amigo! ¡Las sombras son diferentes! Lo que no he conseguido averiguar, es el porqué de esta diferencia. Tiene que significar algo, pero no sé el qué.

Por eso, con esta misiva me encomiendo a ti, amigo Pentathlos, para que me ayudes a dar fin a esta duda que me corroe desde entonces. Tus conocimientos te avalan, eres nuestro segundo Platón, seguro que podrás solucionarme esta duda.


Hacia el año 240 a.C. Eratóstenes (276–194 a. C.), también conocido por su apellido “Pentathlos”, estimó la circunferencia de la Tierra. Había oído que en Siena (Swenet), durante el solsticio de verano, el Sol se encuentra directamente sobre la vertical, mientras que aún da sombra en Alejandría. Utilizando los distintos ángulos que forman las sombras como base de sus cálculos trigonométricos, estimó la circunferencia de La Tierra.

Su método: En el solsticio de verano, los rayos solares inciden perpendicularmente sobre Siena (Swenet). Al Medir la altura de un edificio en Alejandría y la longitud de la sombra que proyecta, se puede determinar el ángulo formado con el plano de la eclíptica, en el que se encuentran el Sol y la ciudad de Siena, ángulo que es precisamente la diferencia de latitud entre ambas ciudades. Conocida esta, basta medir el arco de circunferencia y extrapolar el resultado a la circunferencia completa (360º).

Tuvo que asumir que el Sol se hallaba tan lejos de la Tierra y que los rayos de Sol eran esencialmente paralelos. Sin embargo sus estimaciones sólo fallaron en menos del 10%. La Tierra es casi una esfera, y Eratóstenes ya lo vio en el año 240 a.C.


Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVTierra.

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